En sus orígenes, la agricultura fue descubierta por las mujeres; dado que se practicaba dentro del lugar en el que vivían, la obtención y la producción de alimentos era de manera sostenible y en armonía con la naturaleza.
Los pueblos originarios, que con el tiempo se fueron especializando, desarrollaron técnicas para, por ejemplo, evitar la erosión del suelo y limitar el uso del agua; también inventaron huertos flotantes (en México conocidos como chinampas) para aprovechar los campos inundados.
Aún en la actualidad, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), los pueblos indígenas suelen cultivar una variedad de especies nativas y una multitud de variedades que se adaptan mejor a los contextos locales y son a menudo más resilientes a la sequía, la altitud, las inundaciones u otras condiciones extremas.
En la época moderna, según datos de las Naciones Unidas, cerca del 40% de toda la superficie de tierra habitable en el mundo está dominada por la agricultura de cultivos. La expansión agrícola es, por mucho, la principal causa de deforestación tropical. Si se incluyen los pastizales utilizados para la ganadería y el pastoreo, la agricultura domina el 80-90% de la superficie habitable, de acuerdo con la ONU.
La agricultura industrial o a gran escala, sin embargo, está asociada a la extensión de monocultivos, a la deforestación de ecosistemas de gran valor y al uso de grandes dosis de productos químicos, como fertilizantes, plaguicidas y herbicidas sintéticos. Los cultivos desarraigados de la naturaleza generan desequilibrios en el suelo, empobreciéndolos y haciéndolos altamente vulnerables a enfermedades y plagas, además contaminan los acuíferos y cursos de agua.
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